Imágenes del fin
Narrativas de la crisis socioecológica en el
Antropoceno
En medio de la crisis ecológica y el
calentamiento global, se ha expandido el uso del concepto «Antropoceno» para
caracterizar nuestra época. Al mismo tiempo, las imágenes del fin pueblan
diversas advertencias, análisis y pronósticos referidos al devenir de la
humanidad en un futuro más o menos próximo. En ese contexto, han emergido tres
respuestas: la que pone el acento en el colapso civilizatorio, la que busca
salidas capitalistas-tecnocráticas y la que impulsa diferentes formas de
resistencia antisistémica.
Noviembre - Diciembre 2018
Al designar un nuevo tiempo en el
cual el ser humano se ha convertido en una fuerza de transformación global con
alcance geológico, la categoría «Antropoceno» se ha revelado central para hacer
referencia a la actual crisis socioecológica. En términos de diagnóstico, el
Antropoceno instala la idea de «umbral» frente a problemáticas ya evidentes
como el calentamiento global y la pérdida de biodiversidad1. El concepto, acuñado por el químico
Paul Crutzen en 2000, pronto fue expandiéndose no solo en el campo de las
ciencias de la tierra sino también en las ciencias sociales y humanas, e
incluso en el campo artístico, razón por la cual devino una suerte de «categoría
síntesis», esto es, un punto de convergencia de geólogos, ecólogos,
climatólogos, historiadores, filósofos, artistas y críticos de arte, entre
otros. Para las visiones más críticas, la evidencia de que estamos asistiendo a
grandes cambios de origen antrópico o antropogénico, a escala planetaria, que
ponen en peligro la vida en el planeta, se halla directamente ligada a la
dinámica de acumulación del capital y a los modelos de desarrollo dominantes,
cuyo carácter insustentable ya no puede ser ocultado.
Para no pocos especialistas y
científicos, entre ellos el citado Crutzen, habríamos ingresado en el
Antropoceno hacia 1780, esto es, en la era industrial, con la invención de la
máquina de vapor y el comienzo de la era de los combustibles fósiles. Para
otros, como el Anthropocene Working Group del Servicio Geológico Británico, integrado
por un grupo de científicos de la Universidad de Leicester bajo la dirección de
Jan Zalaslewicz, el planeta habría atravesado el umbral de una nueva era
geológica hacia 1950, pues las marcas estratigráficas que determina ese cambio
son los residuos radiactivos del plutonio, tras los numerosos ensayos con
bombas atómicas realizados a mediados del siglo xx. Finalmente, para el historiador ecomarxista Jason Moore,
habría que indagar en los orígenes del capitalismo y la expansión de las
fronteras de la mercancía, en la larga Edad Media, para dar cuenta de la fase
actual, que él denomina «Capitaloceno»2.
El concepto mismo de Antropoceno se
instala pues en un campo de disputa, no tanto ligado al alcance de la crisis
socioecológica –cuya gravedad es subrayada de manera amplia– como a la cuestión
de dilucidar cuáles son las vías de la transición o los mecanismos de intervención
propuestos para superar esa crisis. En razón de ello, en este artículo quisiera
explorar algunas de las narrativas3 contemporáneas en torno de la
crisis socioecológica: la «colapsista», la tecnocrática y la de las resistencias
antisistémicas, con el objetivo de explorar sus alcances, a la vez políticos y
civilizatorios. En un segundo momento, me detendré a dar cuenta de cómo, al
calor de la crisis socioecológica, se ha afianzado la crítica a los paradigmas
dualistas asociados a la Modernidad occidental, cuya contracara es la
revalorización de los enfoques relacionales en el vínculo sociedad/naturaleza,
humano/no humano.
La narrativa del
colapso
Existe una profusa bibliografía
acerca del colapso civilizatorio, un campo que desafortunadamente
en la actualidad revela una gran potencialidad explicativa. No son pocos los
especialistas que postulan que el ecocidio es la mayor amenaza que pesa sobre
la sociedad mundial, incluso mayor que la hipótesis de una guerra nuclear o de
una pandemia. Las narrativas del colapso constituyen un relato del fin del
mundo, pero a diferencia del pasado, no se nutren de creencias religiosas sino
de datos duros y finas argumentaciones que proveen las diferentes ciencias de
la tierra (geofísica, paleontología, climatología, hidrografía, oceanografía,
meteorología, geomorfología, biología, entre otras), a las que hay que sumar
las ciencias ambientales (ecología política, economía ecológica, historia
ambiental, entre otras). Son nuestras nuevas y modernas teorías sobre el fin
del mundo, ahora con sustrato científico.
Para ilustrar esta visión quisiera
tomar tres textos diferentes. El primero es el conocido libro de Jared Diamond,
geógrafo y ambientalista de renombre internacional, quien en 2004 publicó Colapso.
Por qué unas sociedades perduran y otras desaparecen4. ¿Qué es lo que hace que
una determinada cultura, otrora una sociedad pujante, llegue a desaparecer? ¿Cuáles
son los factores que hacen especialmente vulnerable a una sociedad?, se
pregunta Diamond. Por colapso, este autor no entiende la desaparición de un día
para el otro de una cultura o una determinada civilización, a la manera de las
películas apocalípticas del cine hollywoodense. El colapso presupone un
«drástico descenso del tamaño de la población humana y/o la complejidad
política, económica y social a lo largo de un territorio considerable y durante
un periodo de tiempo prolongado»5.
Entre los factores que llevaron al colapso a sociedades del pasado están la
deforestación, la erosión del suelo, la mala gestión del agua, la sobrepesca,
la caza excesiva, la introducción de especies alógenas, el aumento de la
población y el impacto humano sobre su entorno. Todos estos factores de riesgo
están presentes en nuestra civilización y a ellos se suman otros agravantes,
como el cambio climático y la quema de combustibles fósiles. Pero a esto hay
que añadir la mayor amplitud de los impactos, esto es, la gran escala, el nivel
planetario que tendría un desastre en nuestros días.
El segundo texto sobre el colapso es
del notable ecologista español, ingeniero de profesión, Ramón Fernández Durán,
fallecido hace unos años, quien dejó una obra inconclusa en dos tomos en la que
analiza el declive y hundimiento del capitalismo global. En un texto más breve,
publicado en 20116, Fernández Durán sostiene que el
colapso no sería repentino, sino «un lento proceso con altibajos, pero con
importantes rupturas», un largo declive de la civilización industrial que
podría durar 200 o 300 años. Sus causas: los límites ecológicos del planeta y
el agotamiento de recursos, muy especialmente debido a la (in)capacidad de
aprovisionamiento de combustibles fósiles. El gran problema del capitalismo
global es que no cuenta con un plan b energético para sustentar la actual
civilización industrial. Ninguna fuente energética podrá sustituir el «tremendo
vacío que dejarían las energías fósiles en su declive, debido a su intensidad
energética». Nadie quedaría al margen de este declive, ni siquiera las elites,
lo cual no quita que habría –inevitablemente– ganadores y perdedores. Durán
tampoco descartaba que la ambición por conservar a cualquier costo la glamorosa
sociedad hipertecnologizada actual pudiera llevarnos a un colapso más brusco, a
una crisis sistémica sin transición posible.
El tercer texto nos sumerge en una
ciencia ficción de carácter posapocalíptico, cargada de datos duros. Escrito
por dos historiadores de la ciencia, Naomi Oreskes y Erik Conway, se trata de
un libro publicado en 2015 bajo el título The Collapse of Western
Civilization [El colapso de la civilización occidental]7. La historia nos sitúa en
un tiempo lejano, en 2393, bajo la Segunda República Popular China, época en la
cual un historiador de esa nacionalidad se pregunta acerca de las razones del
hundimiento de la civilización occidental, conocida como la «Edad de la
Penumbra», ocurrido a mediados del siglo xxi.Los
tres relatos aquí evocados están recorridos por consensos básicos: el primero
es que el derrumbe es leído como una reducción importante de la complejidad en
diferentes planos (económico, social, político, cultural). Cuanto más compleja
es una sociedad, más expuesta y vulnerable deviene; es decir, es más
dependiente de esa complejidad y de los recursos (energéticos) que la mantienen
en funcionamiento. Segundo tópico en común: pese a que Diamond habla de «la
sociedad mundial» y Durán del «capitalismo global», ambos coinciden en que el
derrumbe civilizatorio implicaría también la desaparición de valores políticos
democráticos que creíamos fundamentales. Se habla así de «nuevos capitalismos
regionales», fuertemente autoritarios y conflictivos entre sí, lo cual
conllevaría una «refeudalización de las relaciones sociales». Oreskes y Conway
llegan a una conclusión similar, agregando que la posibilidad de sobrevivir a
un gran desastre aumentaría si contáramos con un régimen centralizado y un
fuerte aparato estatal (al estilo de China), aun si esto implicara una pérdida
inevitable de valores democráticos. Por encima de la diferencia ideológica de
los autores citados, hay otros puntos en común. Por un lado, a diferencia de
las anteriores culturas que colapsaron y terminaron desapareciendo, no hay
dudas de que el nuestro no es un problema de carencia de información; más bien,
nuestra civilización sabe, conoce, está al tanto de los
efectos devastadores de su acción. La consecuencia de sus actos no solo es
previsible, sino que ha sido prevista8.
Por otro lado, como nos dice el paciente historiador chino imaginado por
Oreskes y Conway, existen también obstáculos de orden epistemológico que
explicarían la caída de la sociedad del siglo xxi, entre ellos, la «convención occidental arcaica» que
imponía la división y el estudio separado del mundo físico y del mundo social;
en otros términos, la persistencia de una ontología dualista respecto de la
relación entre sociedad y naturaleza, expresada también en el ámbito del
conocimiento. La posibilidad de repensar nuestra crisis y abrirnos camino
exige, por ende, un enfoque posdualista y relacional.
La narrativa
capitalista-tecnocrática
No hay que ser muy perspicaz para
darse cuenta de que los resultados de las últimas cumbres climáticas son muy
desalentadores y parecen formar parte de la crónica de una muerte anunciada.
Así, pese a que en 2017 el Acuerdo de París fue ratificado por 171 países entre
los 195 participantes, implicó un retroceso, dado que se decidió que el
cumplimiento de lo pactado y la forma de implementación –reducción de emisiones
de co2 a fin de no sobrepasar
el aumento de la temperatura media de 2 ºC– son voluntarios y dependen de cada
país. A esto hay que sumar la salida de Estados Unidos, concretada por Donald
Trump, reconocido por su negacionismo climático y por su fuerte apoyo a las
industrias de combustibles fósiles, lo cual tuvo también un impacto negativo en
la Unión Europea.
En este escenario, de cara a la cada
vez más escasa credibilidad que despiertan los acuerdos globales para controlar
las emisiones de co2, el
capitalismo prepara su plan b para reciclar el proyecto de modernidad
capitalista sin tener que salir del capitalismo. Ese plan b se llama
«geoingeniería» y está basado en el principio de que es posible superar los
riesgos del calentamiento global mediante una intervención deliberada sobre el
clima a escala planetaria.
La geoingeniería provoca expectativa
entre quienes buscan mantener los actuales patrones de desarrollo –el sistema
de producción, circulación y consumo de mercancías– y evitar tener que reducir
las emisiones de co2, es
decir, es un camino que avala la visión dominante del progreso y el
conocimiento científico apoyada, entre otros, por sectores ligados a la
industria de los combustibles fósiles. El caso es que la hipótesis de la
geoingeniería comenzó a dejar el ámbito de la ciencia ficción para formar parte
de una agenda pro-establishment, un proyecto de continuidad del
capitalismo y sus estándares de vida para las elites de poder mundial.
Los métodos de la geoingeniería
pueden clasificarse en dos grupos generales: manejo de la radiación solar y
secuestro de co2. Como nos
dice Jordi Brotons, biólogo ambiental y miembro de la Plataforma por la
Soberanía Alimentaria de Alicante,
la geoingeniería incluye tecnologías
descabelladas tales como la cobertura de grandes extensiones de desiertos con
plásticos reflectantes; megaplantaciones de cultivos transgénicos con hojas
reflectantes; almacenamiento de co2
comprimido en minas abandonadas y pozos petroleros; inyección de aerosoles de
sulfatos (u otros materiales, como el óxido de aluminio) en la estratosfera
para bloquear la luz del sol y blanqueamiento de las nubes para reflejarla;
desvío de corrientes oceánicas; fertilización de los océanos con nanopartículas
de hierro para incrementar el fitoplancton y, así, capturar co2; enterrar enormes cantidades de
carbón vegetal para eliminar co2;
etc.9
Desde 1996, las discusiones sobre
estas alternativas atraviesan las diferentes cumbres climáticas y vienen
suscitando críticas y resistencias sociales. No se trata solo de un
cuestionamiento a la tecnocracia o a la «razón arrogante». La geoingeniería
supone una manipulación que entraña grandes riesgos y no pocos efectos
colaterales, que han sido expuestos en diversos informes científicos que
concluyen que las nuevas tecnologías de la geoingeniería son falsas soluciones.
Ya en 2007, el Grupo etc(Grupo
de Acción sobre Erosión, Tecnología y Concentración) divulgó un informe
titulado «Jugando con Gaia»10, en el que denunciaba el lobby del
gobierno estadounidense en el Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el
Cambio Climático para imponer una salida técnica, reestructurando el planeta
Tierra a través de la geoingeniería. El etc sostiene
que cualquier experimentación que alterase la estructura de los océanos o la
estratósfera no podía realizarse sin un debate público profundo e informado
sobre sus posibles consecuencias y sin autorización de la Organización de las
Naciones Unidas (onu).
Entre 1993 y 2009, 11 gobiernos realizaron
una docena de experimentos de geoingeniería en aguas internacionales, vertiendo
partículas de hierro sobre el océano para ver si podían capturar y
precipitar co2 en el suelo
marino. Se vertió hierro en más de 50 km del océano y, como no hubo resultados,
se aumentó la superficie experimental seis veces; hacia fines de 2009 el área
«fertilizada» con hierro se extendía a 300 km2. Pero esto siguió sin dar
resultados. La oposición de sectores de la sociedad civil terminó por forzar la
cancelación de otros proyectos de fertilización oceánica y en 2010 condujo al
establecimiento de una moratoria internacional en la Convención sobre la
Diversidad Biológica de la onu y
en el Convenio sobre la Prevención de la Contaminación del Mar por Vertimiento
de Desechos y otras Materias, también llamado Convenio de Londres. Esa
moratoria, que rige hasta la actualidad, no fue firmada por eeuu, entre otros países11.
Sin embargo, dados los endebles
acuerdos de París, la geoingeniería va ganando cada vez más terreno entre las
elites políticas y científicas de los países centrales. Esta es presentada cada
vez más como un medio «esencial» para lograr la meta de que la temperatura no
suba más de 1,5 o 2 ºC respecto de los niveles preindustriales. Un artículo
firmado por Bjørn Lomborg, promotor del llamado Consenso de Copenhague,
proyecto iniciado en 2004, afirma que gastando tan solo 9.000
millones de dólares en 1.900 barcos de pulverización de agua de mar, se podría
impedir el calentamiento global que se prevé para este siglo. En contraste,
afirma que las promesas del Acuerdo de París costarían un billón de dólares por
año y se obtendría además una reducción de emisiones de carbono mucho menor.
Desde su perspectiva, los acuerdos de París son tan débiles como costosos, lo cual
abre la puerta a otras oportunidades, como la geoingeniería, que son vistas
como «una póliza de seguro prudente y asequible» (frase atribuida a Bill Gates)12. Pero apelar a la geoingeniería no
solo no ataca las causas de fondo, sino que implicaría además ceder el control
del termostato del planeta a las grandes potencias globales, que son por otra
parte las más contaminantes. Quienes apuestan por esta estrategia minimizan los
impactos directos reales, que pueden incluir, según la tecnología desarrollada,
desde sequías intensas y prolongadas en ciertas regiones del planeta (manejo de
la radiación solar), hasta la generación de zonas muertas en los océanos
(fertilización marítima) o devastación de millones de hectáreas (técnica de
captura y almacenamiento de las llamadas «emisiones negativas»). Asimismo,
pueden producir alteraciones metereológicas: por ejemplo, una de las
intervenciones sobre el clima consiste en inyectar sulfato en la estratosfera,
lo cual no disminuye las concentraciones de gases de efecto invernadero sino
que las pospone. Esta técnica imita las erupciones volcánicas, que reducen la
temperatura mediante la liberación de sulfato, tal como fue demostrado en 1991
tras la erupción del volcán Pinatubo en Filipinas, que disparó unos 20 millones
de toneladas de dióxido de azufre y produjo una disminución de la temperatura
global de 0,4 ºC; sin embargo, al año siguiente decayeron las lluvias y hubo
una baja afluencia de aguas. De modo que el remedio podría resultar peor que la
enfermedad. Y a esto hay que agregar que, una vez iniciado el experimento de
geoingeniería a gran escala, toda cancelación de este –por ejemplo, a raíz de
los impactos directos que podría causar en ciertas regiones del planeta y la
ola de protestas que podría desencadenar– provocaría un recalentamiento fuerte
y acelerado, debido a la concentración de emisiones nuevas en la atmósfera.
En términos antropológicos, el plan b
está lejos de ser un llamado a la autolimitación. Más bien, a la manera de las
corrientes ligadas a la «modernización ecológica», como lo es hoy la denominada
«economía verde», la geoingeniería privilegia las soluciones tecnológicas que
consideran la naturaleza como un ente completamente manipulable, lo que marca
una continuidad agravada respecto del paradigma moderno antropocéntrico, aun si
su promesa es la supervivencia de la especie. En realidad, su aspiración es a
«rehacer» la naturaleza13, adaptándola al patrón de desarrollo
vigente, con un horizonte poshumano14, sea en el lenguaje de las elites o
en el de los minoritarios desvaríos aceleracionistas15.
En suma, como sostiene Clive Hamilton16, la geoingeniería es uno de los
grandes dilemas éticos, geopolíticos y civilizacionales a los cuales la
humanidad será confrontada en la década próxima. Pero queda claro que no hinca
el diente en el modelo de desarrollo vigente; supone más bien su preservación.
Implica intervenciones a gran escala, experimentos altamente riesgosos cuyas
consecuencias son impredecibles y que, de hacerse, requerirían de un acuerdo
global; sin embargo, en la práctica también pueden ser llevados a cabo
unilateralmente, lo cual está lejos de ser una fantasía si tenemos en cuenta
que, además de eeuu y
la ue, existen otros países
que manejan ya las técnicas de geoingeniería, entre ellos Rusia y China.
Las narrativas
anticapitalistas y de transición socioecológica
Narrativas en clave ambientalista
existen desde hace mucho tiempo y sus tópicos son variados, pero sin duda, al
calor de la crisis socioecológica y el surgimiento de resistencias locales y
nuevos movimientos ecoterritoriales, estas se han ido multiplicando para
adquirir un mayor espesor discursivo y simbólico en nuestras sociedades. Desde
el Sur, las consecuencias de la crisis socioecológica se conectan directamente
con la crítica al neoextractivismo y la visión hegemónica del desarrollo, ya
que es en la periferia globalizada donde se expresa a cabalidad la
mercantilización de todos los factores de producción, a través de la imposición
a gran escala de modelos de desarrollo insustentables: desde el agronegocio y
sus modelos alimentarios, la megaminería y la expansión de las energías extremas
hasta las megarrepresas, la sobrepesca y el acaparamiento de tierras17. Asimismo, plantean el desafío de
pensar alternativas al desarrollo, como ya planteara Arturo Escobar, al
introducir la categoría de «posdesarrollo»18.
En coincidencia con los planteamientos
de Alberto Acosta y Ulrich Brand, la transición puede ser pensada mediante dos
conceptos cada vez más arraigados en el campo contestatario a escala global:
posextractivismo y decrecimiento19. Desde mi perspectiva, se trata de
dos conceptos-horizonte de carácter multidimensional, que comparten diferentes
rasgos: por ejemplo, aportan un diagnóstico crítico sobre el capitalismo
actual, no solo en términos de crisis económica y cultural, sino también desde
un enfoque más global, si se entiende esta como una crisis socioecológica de
alcance civilizatorio. Al mismo tiempo, ambos conceptos conectan la crítica al
paradigma productivista y el perfil metabólico de nuestras sociedades (basado
en la demanda cada vez mayor de materias primas y energías) con la crítica al
capitalismo. Ambos ponen el acento en los límites ecológicos del planeta y
enfatizan el carácter insustentable de los modelos de consumo y alimentarios,
difundidos a escala global, tanto en el Norte como en el Sur. Por último, se
constituyen en el punto de partida para pensar horizontes de cambio y
alternativas civilizatorias, basadas en otra racionalidad ambiental, diferente
de la puramente economicista, que impulsa el proceso de mercantilización de la
vida en sus diferentes aspectos.
Para revertir la lógica del
crecimiento infinito, es necesario explorar y avanzar hacia otras formas de
organización social, basadas en la reciprocidad y la redistribución, que
coloquen importantes limitaciones a la lógica de mercado. En América Latina
existen numerosos aportes desde la economía social y solidaria, cuyos sujetos
sociales de referencia son los sectores más excluidos (mujeres, indígenas,
jóvenes, obreros, campesinos), cuyo sentido del trabajo humano es
producir valores de uso o medios de vida. Existe, así, una
pluralidad de experiencias de autoorganización y autogestión de los sectores
populares ligadas a la agroecología y la economía social y el autocontrol del
proceso de producción, de formas de trabajo no alienado, otras ligadas a la
reproducción de la vida social y la creación de nuevas formas de comunidad.
Incluso en un país tan «sojizado» como Argentina se han
creado redes de municipios y comunidades que fomentan la agroecología,
proponiendo alimentos sanos, sin agrotóxicos, con menores costos y menor
rentabilidad, que emplean a más trabajadores. Va surgiendo así un nuevo
entramado agroecológico, un archipiélago de experiencias que crece al margen
del gran continente sojero que hoy aparece como el modelo dominante, basado en
el cultivo transgénico para la exportación. En suma, desde América Latina la
transición tiende a pensarse desde nuevas formas de habitar el territorio, al
calor de las luchas y las resistencias sociales al neoextractivismo. Estos
procesos de reterritorialización van acompañados de una narrativa político-ambiental
asociada al «buen vivir» y los derechos de la naturaleza, los bienes comunes y
la ética del cuidado, cuya clave es tanto la defensa de lo común como la
recreación de otro vínculo con la naturaleza.
Por otro lado, en Europa, hacia 2008,
reapareció la idea de «decrecimiento», que fuera lanzada hacia los años 70 por
André Gorz. Lejos de la literalidad con la que algunos asocian el concepto
(leído simplemente como la negación del crecimiento económico), el léxico
experiencial desarrollado en Europa en las últimas décadas profundiza el
diagnóstico de la crisis sistémica (los límites sociales, económicos y
ambientales del crecimiento, ligados al modelo capitalista actual) y abre el
imaginario de la descolonización a una nueva gramática social y política en la que
se destacan diferentes propuestas y alternativas: auditoría de la deuda,
desobediencia civil, renta universal ciudadana, ecocomunidades, horticultura
urbana, reparto del trabajo, monedas sociales20. Por ejemplo, en el marco de la
transición energética, se vienen impulsando las transition towns,
un movimiento pragmático en favor de la agroecología, la permacultura, el
consumo de bienes de producción local y/o colectiva, el decrecimiento y la
recuperación de las habilidades para la vida y la armonía con la naturaleza.
Nacido en Irlanda en 2006, este movimiento apunta a crear sociedades más
austeras, sostenidas en energías limpias y renovables, y con un fuerte aumento
de la eficiencia energética21.
Resulta claro que el Antropoceno como
diagnóstico hipercrítico conlleva el desafío de pensar alternativas a los
modelos de desarrollo dominantes, de elaborar estrategias de transición que
impliquen una descolonización del imaginario social y marquen el camino hacia
una sociedad poscapitalista, en una época en la cual no existen modelos
macrosociales ni tampoco socialismos realmente existentes. En los diferentes
foros globales que reúnen a la militancia anticapitalista, suele resaltarse la
capacidad de irradiación de las experiencias locales y se subraya su carácter
ejemplar en términos de otra racionalidad social y ambiental.
Desafíos del
Antropoceno y enfoques relacionales
Las tres narrativas reseñadas
coexisten en la actualidad. Algunos podrán decir que el «realismo capitalista»22 hará que la humanidad opte por
la hipótesis tecnocrática. Es probable que así suceda, aunque habrá que
adjudicar tal decisión a las elites de los países del Norte, no tanto a los
países del Sur, y mucho menos a los movimientos sociales antisistémicos, hoy
decididamente opuestos a lo que consideran como una «falsa solución»23. Es probable incluso que, ante el
agravamiento del calentamiento global y sus consecuencias, negacionistas como
Trump terminen por apoyar la geoingeniería. Sin embargo, para los proyectos
altercivilizatorios, no se trata de buscar engañosos atajos a través de la
solución tecnocrática, como plantean los defensores del capitalismo verde, que
conciben al ser humano como un demiurgo capaz de manipular y rehacer la
naturaleza. Tampoco se trata de caer rendido a los pies de las narrativas
«colapsistas», pues el riesgo más evidente es quedar atrapado en una lógica
paralizante que anule la capacidad de acción colectiva, tan necesaria a esta
altura de la crisis civilizatoria. Sin embargo, un detalle no menor que nos
advierte esa visión es la certeza de que ya hemos cruzado un
umbral de riesgo y como tal, la transición, cualquiera sea, ya ha
comenzado. El giro antropocénico tiene hondas repercusiones filosóficas,
éticas y políticas; obliga a repensarnos como anthropos, pero
también, de modo central, nos lleva a replantear el vínculo entre sociedad y
naturaleza, entre humano y no humano. El Antropoceno exige pensar las
consecuencias de la gran separación –le grand partage– entre orden
cosmológico y orden humano, como dice el antropólogo Philippe Descola24, y nos desafía a reelaborar desde
otras coordenadas la relación entre sociedad y naturaleza, entre las ciencias
de la tierra y las ciencias humanas y sociales.
Hace siglos que hemos abandonado la
visión organicista de la naturaleza, Gaia, Gea o Pachamama, aquella que
profesaban nuestros ancestros. Somos hijos de la Modernidad o vástagos
colonizados por ella; nos hemos vinculado a la naturaleza a partir de una
episteme antropocéntrica y androcéntrica, cuya persistencia y repetición, lejos
de conducirnos a dar una respuesta a la crisis, se ha convertido finalmente en
una parte importante del problema. En esta línea, la antropología crítica de
las últimas décadas ha hecho avances interesantes al recordar la existencia de
otras modalidades de construcción del vínculo con la naturaleza, entre lo
humano y lo no humano. Dicho de otro modo: no todas las culturas ni todos los
tiempos históricos, incluso en Occidente, desarrollaron un enfoque dualista de
la naturaleza, que la considera un ámbito apartado, exterior, al servicio del
ser humano y su afán predatorio. La crisis civilizatoria nos obliga a abdicar
del pensamiento único, para asumir la diversidad en términos no solo
epistemológicos sino también ontológicos. Existen otras matrices de tipo
generativo, basadas en una visión más dinámica y relacional, tal como sucede en
algunas culturas orientales, donde el concepto de movimiento, de devenir, es el
principio que rige el mundo y se plasma en la naturaleza, o aquellas visiones
inmanentistas de los pueblos indígenas americanos que conciben al ser humano en
la naturaleza, inmerso y no separado o frente a ella.
Estos enfoques relacionales, que
subrayan la interdependencia de lo vivo y dan cuenta de otras formas de
relacionamiento entre los seres vivos, entre humanos y no humanos, toma
diversos nombres: «animismo», para el ya citado Descola; «perspectivismo
amerindio», para Eduardo Viveiros de Castro, quien en su ensayo La
mirada del jaguar conceptualiza el modelo local amazónico de relación
con la naturaleza.
Se trata de la noción, en primer
lugar, de que el mundo está poblado por muchas especies de seres (además de los
humanos propiamente dichos) dotados de conciencia y de cultura y, en segundo
lugar, de que cada una de esas especies se ve a sí misma y a las demás especies
de un modo bastante singular: cada una se ve a sí misma como humana, viendo a
las demás como no humanas, esto es, como especies de animales o de espíritus.25
En contraste con la visión moderna,
el fondo común entre humanos y no humanos «no es la animalidad, sino la
humanidad»26.
Por ende, la humanidad no deviene la
excepción, sino la regla; cada especie se ve a sí misma como humana, por ende,
como sujeto, bajo la especie de la cultura. Estas formas de relacionamiento y
apropiación de la naturaleza cuestionan los dualismos constitutivos de la
Modernidad. Estas «ontologías relacionales», como las denomina Escobar27 siguiendo al antropólogo Mario
Blaser, tienen el territorio y sus lógicas comunales como condición de
posibilidad. En diversas latitudes, dieron origen a una profusa literatura
antropológica sobre el «giro ontológico»28.
Por otro lado, a la hora de repensar
nuestro vínculo con la naturaleza desde una perspectiva relacional, sin duda la
ética del cuidado y el ecofeminismo abren otras vías posibles. Sus aportes pueden
contribuir a cuestionar la visión reduccionista basada en la idea de autonomía
e individualismo. Ciertamente, la ética del cuidado coloca en el centro la
noción de interdependencia, que en clave de crisis civilizatoria es leída como
ecodependencia. La revalorización y universalización de la ética del cuidado,
vista como una facultad relacional que el patriarcado ha esencializado (en
relación con la mujer) o desconectado (en relación con el hombre), como afirma
Carol Gilligan, abre a un proceso de liberación mayor, no solamente feminista,
sino de toda la humanidad29.
En la actualidad, esto aparece
reflejado en la acción e involucramiento cada vez mayores de las mujeres en las
luchas socioambientales, en sus diferentes modalidades. Los llamados feminismos
populares se abren a una dinámica que cuestiona la visión dualista; proyectan
una comprensión de la realidad humana a través del reconocimiento con los otros
y con la naturaleza; van tejiendo una relación diferente entre sociedad y
naturaleza a través de la afirmación de la interdependencia. Asimismo, la
dinámica procesual de las luchas conlleva también un cuestionamiento del
patriarcado, basado en una matriz binaria y jerárquica que separa y privilegia
lo masculino por sobre lo femenino. No pocas veces, detrás de la
desacralización del mito del desarrollo y la construcción de una relación
diferente con la naturaleza, va asomando la reivindicación de una voz libre,
honesta, «una voz propia», que cuestiona el patriarcado en todas sus
dimensiones y busca recolocar el cuidado en un lugar central y liberador,
asociado de modo indiscutible a nuestra condición humana30.
Así, al calor de las luchas se van
afirmando otros lenguajes de valoración del territorio, otros modos de
construcción del vínculo con la naturaleza, otras narrativas de la Madre
Tierra, que recrean un paradigma relacional basado en la reciprocidad, la
complementariedad y el cuidado, que apuntan a otros modos de apropiación y
diálogo de saberes; a otras formas de organización de la vida social. Estos
lenguajes se nutren de diferentes matrices político-ideológicas, de
perspectivas anticapitalistas, ecologistas e indianistas, feministas y
antipatriarcales, que provienen del heterogéneo mundo de las clases
subalternas.
En suma, el Antropoceno como
paradigma hipercrítico exige repensar la crisis desde un punto de vista
sistémico. Lo ambiental no puede ser reducido a una columna más en los gastos
de contabilidad de una empresa en nombre de la responsabilidad social
corporativa, ni tampoco a una política de modernización ecológica o la economía
verde, que grosso modo apunta a la continuidad del capitalismo
a través de la convergencia entre lógica de mercado y defensa de nuevas
tecnologías proclamadas como «limpias». Finalmente, la actual crisis
socioecológica no puede ser vista como «un aspecto» o «una dimensión más» de la
agenda pública o inclusive como una dimensión más de las luchas sociales. Esta
debe ser pensada desde una perspectiva inter- y transdisciplinaria, desde un
discurso holístico e integral que comprenda la crisis socioecológica en
términos de crisis civilizatoria y de apertura a un horizonte poscapitalista.
·
1.
La mejor
introducción y síntesis de debates sobre el tema puede encontrarse en
Jean-Baptiste Fressoz y Christophe Bonneuil: L’événement Anthropocène.
La Terre, l´histoire et nous, Seuil, París, 2013.
·
2.
J. Moore
(ed.): Anthropocene or Capitalocene? Nature, History and the Crisis of
Capitalism, Kairos, Oakland, 2016.
·
3.
La categoría de
narrativa puede ser definida como la dimensión específicamente temporal
mediante la cual los actores asignan sentidos a la vida, individual y
colectiva, eslabonando el tiempo como hilo articulador de la narración.
Reinhart Koselleck: Futuro pasado. Para una semántica de los tiempos
históricos, Paidós, Barcelona, 1993.
·
4.
J. Diamond:
Colapso. Por qué unas sociedades perduran y otras desaparecen,
Debate, Barcelona, 2006, recientemente reeditado.
·
5.
Ibíd., pp. 12-13.
·
6.
R. Fernandez Durán:
«La quiebra del capitalismo global: 2000-2030. Crisis multidimensional, caos
sistémico, ruina ecológica y guerras por los recursos. Preparándonos para el
comienzo del colapso de la Civilización Industrial», Ecologistas en Acción,
disponible en www.ecologistasenaccion.org/img/pdf/el_inicio_del_fin_de_la_energia_fosil.pdf
·
7.
N. Oreskes y E.
Conway: The Collapse of Western Civilization: A View from the Future,
Columbia UP, Nueva York, 2017.
·
8.
Ibíd., p. 11.
·
9.
J. Broton:
«Geoingeniería y modificación del clima» en Ecologista No 85, 1/6/2015.
·
10.
Disponible en www.etcgroup.org/es/content/jugando-con-gaia
·
11.
Otro ejemplo son
los proyectados experimentos de geoingeniería en EEUU: el primero, en Arizona,
donde un centenar de científicos de la Universidad de Harvard y empresarios,
con el apoyo financiero de Bill Gates y de la industria espacial, planificaron
una experiencia a cielo abierto basada en la radiación solar (aerosoles de
sulfato en las capas más altas de la atmósfera); el segundo, en California, es
una intervención para blanquear las nubes, implementada por climatólogos de la
Universidad de Washington, junto con un grupo de ingenieros de Silicon Valley.
·
12.
B. Lomborg: «¿Se
debe aplicar la geoingeniería al cambio climático?» en El Tiempo,
27/1/2017. El proyecto, en un principio, fue apoyado económicamente por el
gobierno danés y la revista The Economist.
·
13.
Para una crítica
del «geoconstructivismo», v. Frédéric Neyrat: La part inconstructible
de la Terre. Critique du géo-constructivisme, Seuil, París, 2016.
·
14.
Luc Ferry: La
révolution transhumaniste. Comment la technomedicine et l’uberisation du monde vont
bouleverser nos vies, Plon, París, 2016.
·
15.
Para una
introducción al aceleracionismo, v. Armen Avanessian y Mauro Reis (eds.): Aceleracionismo.
Estrategias para una transición hacia el postcapitalismo, Caja Negra,
Buenos Aires, 2016.
·
16.
Ver C. Hamilton: Les
apprentis de sorciers. Raisons et deraisons de la geo-ingenierie, Seuil,
París, 2013.
·
17.
Ver M.
Svampa: La expansión de las fronteras del neoextractivismo en América
Latina, cit. 18.
·
18.
A. Escobar: «El
postdesarrollo como concepto y práctica social» en Daniel Mato (coord.): Políticas
de economía, ambiente y sociedad en tiempos de globalización, Facultad de
Ciencias Económicas y Sociales, Universidad Central de Venezuela,
Caracas, 2005.
Caracas, 2005.
·
19.
El texto al que
hacemos referencia es A. Acosta y U. Brand: Salidas del laberinto
capitalista. Decrecimiento y postextractivismo, Icaria, Madrid, 2017. Pero
quien colocó el desafío de pensar la transición y salida del neoextractivismo
en términos de posextractivismo fue el ambientalista uruguayo Eduardo Gudynas.
V. «Sentidos, opciones y ámbitos de las transiciones al posextractivismo» en
AAVV: Más allá del desarrollo, Fundación Rosa Luxemburgo, Quito,
2012.
·
20.
Ver Giacomo
D’Alisa, Federico Demaría y Giorgos Kallis (comps.): Decrecimiento.
Vocabulario para una nueva era, Icaria, Barcelona, 2015, publicado también
en varios países latinoamericanos. En septiembre de 2018 se realizó la Primera
Conferencia Global de Descrecimiento Norte-Sur, en México, con la participación
de numerosos activistas y académicos de diferentes latitudes.
·
21.
Las comunidades en
transición buscan generar resiliencia social contra el progresivo colapso
colectivo provocado por el cambio climático, el agotamiento de los combustibles
fósiles y la degradación de los regímenes políticos.
·
22.
Mark Fisher:
Realismo capitalista. ¿No hay alternativa?, Caja Negra, Buenos Aires, 2016.
·
23.
V. el «Manifiesto
contra la geoingeniería», de octubre de 2018, disponible en www.opsur.org.ar/blog/2018/10/04/manifiesto-contra-lageoingenieria/.
·
24.
P. Descola: Más
allá de naturaleza y cultura, Amorrortu, Buenos Aires, 2005.
·
25.
E. Viveiros de
Castro: «El cascabel del Chaman es un acelerador de partículas» en La
mirada del jaguar. Introducción al perspectivismo amerindio, Tinta Limón,
Buenos Aires, 2008.
·
26.
Ibíd.
·
27.
A. Escobar: Sentipensar
con la tierra. Nueve lecturas sobre desarrollo, territorio y diferencia,
Unaula, Bogotá, 2014. El autor refiere además a los trabajos de la antropóloga
peruana Marysol de la Cadena.
·
28.
Ver Florencia Tola:
«El ‘giro ontológico’ y la relación naturaleza/cultura. Reflexiones desde el
Gran Chaco» en Apuntes de Investigación del CECYP No 27, 2016;
Martin Holbraad y Morten Axel Pedersen: The Ontological Turn: An
Anthropological Exposition, Cambridge UP, Cambridge, 2017.
·
29.
C. Gilligan: La
ética del cuidado, Cuadernos de la Fundació Víctor Grífols i Lucas,
Barcelona, 2015.
·
30.
Ver M.
Svampa: Del cambio de época al fin de ciclo. Gobiernos progresistas,
extractivismo y movimientos sociales en América Latina, Edhasa, Buenos
Aires, 2017, así como el prólogo en Tatiana Roa Avendaño et al.: Como
el agua y el aceite. Conflictos socioambientales por la extracción de la
frontera petrolera, Oxfam, Bogotá, 2017.
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